Época:
Inicio: Año 1450
Fin: Año 1734


(C) Alicia Cámara



Comentario

La residencia y sede del gobierno de los Austrias en Madrid entre 1561 y 1734 se destruyó en un incendio en la Nochebuena de 1734. Aunque sus restos condicionaron la obra del nuevo palacio, casi pareció un alivio librarse de un edificio que se había ido reformando por partes a partir del alcázar medieval, como un puzzle en el que cada monarca hubiera ido añadiendo piezas para aproximarlo a la imagen de grandeza que cabía esperar de la residencia del rey en la capital de todos sus reinos.
Sin embargo, probablemente ese carácter fragmentario de su imagen, que sólo desapareció con la erección de la fachada proyectada por Juan Gómez de Mora en el siglo XVII, sea lo que haga de él un edificio excepcional para estudiar la arquitectura cortesana de su tiempo.

El Alcázar había sido construido en el siglo IX por el emir de Córdoba Mohamed I, y tuvo una larga historia como residencia regia antes de que Felipe II trasladara en 1561 la corte a Madrid, convirtiéndolo en corazón de la monarquía.

Los Trastamara, sobre todo Juan II, lo habían transformado hasta convertirlo en uno de sus palacios favoritos, recubriendo los techos con ricos artesonados de madera, las paredes con yeserías y los zócalos con azulejos, todo lo cual será cuidadosamente restaurado y conservado por el emperador Carlos V cuando en 1536 decida reformarlo.

La disposición del Alcázar de los Trastamara condicionará las intervenciones a lo largo del siglo XVI, pues no se modificará la ubicación de espacios corno el de la capilla, que quedó en el eje central del palacio tras la ampliación de éste con un segundo patio e incluso conservó su artesonado hasta finales del siglo XVII.

Los dos arquitectos encargados por el emperador de renovar el Alcázar fueron Luis de Vega y Alonso de Covarrubias. El primero era el arquitecto favorito del secretario del Emperador, el poderoso Francisco de los Cobos, para quien proyectaría palacios como el de Úbeda, y dirigió la construcción de las casas reales de Carlos V. El segundo fue el responsable de renovar la imagen de Toledo como ciudad imperial, con sus obras en el alcázar, la Puerta de Bisagra y los patios y escaleras monumentales de edificios públicos de esa ciudad.

Estos dos arquitectos fueron capaces de integrar la vieja residencia de los Trastamara en un nuevo diseño con el que satisfacer las necesidades de un alojamiento imperial. El patio de armas de la antigua fortaleza pasó a ser el Patio del Rey, y a continuación se construyó el Patio de la Reina, lo que obligó a destruir parte de la muralla, ya que el Alcázar formaba parte del recinto defensivo, como atestiguan los cubos de su fachada oeste que tan bien se aprecian en las vistas de Van den Wyngaerde.

La vieja Capilla y la nueva Gran Escalera, que unía funcionalmente el nuevo edificio con el antiguo, quedaron en el centro, y el deseo de regularidad y proporción, tan característico de la nueva arquitectura renacentista, llevó a unificar visualmente los dos patios, que eran de medidas distintas, mediante un sistema modular de arquerías similar en ambos.

La reforma se completó con una fachada con el escudo imperial entre dos grandes torres medievales. La tradición mudéjar se fundió en este alcázar con el nuevo lenguaje del Renacimiento, y las armas del Emperador se trenzaron con las yeserías.

Felipe II trajo nuevos gustos. Por un lado, un gusto por el arte italiano más avanzado que se tradujo en la decoración al fresco de algunas de las estancias, ahora abovedadas y pintadas por un buen conocedor del arte romano como fue Gaspar Becerra, y a su muerte por El Bergamasco, muchos de cuyos temas fueron mitológicos siguiendo la moda de las cortes italianas.

Por otro lado, una fascinación por el arte flamenco e inglés, que Felipe II había conocido bien en sus viajes, se reflejó en la famosa Torre Dorada que construyó en el ángulo sudoeste del Alcázar, en ladrillo, cuajada de balcones y con cubierta de pizarra, al modo de esa arquitectura del norte de Europa. Ésta influirá también en los remates del edificio de las caballerizas y armería que construyeron al otro lado de la plaza Gaspar de Vega y Juan Bautista de Toledo, a quien recordemos que se debe el proyecto para el Monasterio de El Escorial, y que fueron los arquitectos que más intervinieron en el Alcázar durante este reinado.

Las extraordinarias vistas sobre el río y hacia la Sierra justifican la cantidad de balcones que permitían al rey disfrutar desde la Torre Dorada de la contemplación de la naturaleza. La vida privada de Felipe II se desarrolló en las estancias de esa fachada del Alcázar hacia la Vega. En su deseo de perfeccionar la naturaleza con el artificio creando jardines, no es extraño que Felipe II privilegiara especialmente aquello que veía desde esa fachada, y así convirtió en un enorme parque privado toda la ladera que descendía hasta el Manzanares y compró a Vargas la Casa de Campo al otro lado del río.

Convertida en villa destinada al recreo como prolongación del Alcázar, los jardines de la Casa de Campo fueron alabados hasta la desmesura y durante este reinado se pensó en unirlos con el Alcázar mediante un fantástico pasadizo proyectado por Patricio Cajés, que en nada hubiera desmerecido por su refinamiento ante cualquiera de las villas que por esos años construían los Medici, los Farnesio o los Gonzaga.

Otra fachada en la que se pudo crear un jardín fue la fachada norte, con el Jardín de la Priora, en el que hubo incluso un órgano de agua, y al que daban las estancias utilizadas durante el verano, por ser las más frescas.

Además de la necesidad del jardín para la vida de corte, en el Alcázar de Felipe II encontramos otros muchos puntos en común con lo que se estaba llevando a cabo en otras cortes europeas. Allí guardaba parte de sus colecciones de objetos científicos y de maravilla: relojes, piedras preciosas talladas en extrañas formas, corales, camafeos, cuernos de rinoceronte... y, por supuesto, lo que ya era una de las más extraordinarias colecciones de pintura de su tiempo, además de la gran colección de tapices que adornaba muchos de sus muros.

Las pinturas al fresco con grutescos y temas de las Metamorfosis de Ovidio, historias de Troya, de Ulises... los lienzos con los retratos de emperadores romanos, de reyes de Castilla, de victorias del Imperio... o los mapas y vistas de ciudades que decoraban sus muros llevaban a una reflexión que fundía mitología e historia a la mayor gloria de la que era considerada todavía la monarquía más extensa y poderosa del orbe católico.

Las colecciones de pintura se ampliaron a lo largo del siglo XVII, y a las obras de Van Eyck, El Bosco, Antonio Moro o Tiziano se añadieron otras nuevas de pintores venecianos, de Rubens y de Velázquez, así como de otros muchos pintores que no es el caso citar aquí.

Muchas de estas pinturas se perdieron (más de quinientas), y otras se deterioraron en el incendio. Entre las perdidas se encontraban la serie de los emperadores romanos pintada por Tiziano y dos de las cuatro Furias que pintó, con los suplicios de Tizio, Tántalo, Ixión y Sísifo.

El Alcázar fue el palacio de un rey oculto y distante de sus súbditos, pero también fue el centro administrativo de la monarquía, así que la vida cotidiana penetró irremediablemente en sus muros.

En estancias en torno a los Patios del Rey y de la Reina tenían su sede los distintos Consejos de gobierno del monarca, lo que llevaba a un continuo trasiego de gente, a veces incluso no muy recomendable si recordamos alguna denuncia por robos, y allí se podían vender mercancías o jugar a las cartas, como sabemos por las prohibiciones al respecto: nada que ver con el augusto aislamiento del Monasterio de El Escorial.

Las funciones que en él se centralizaron exigieron cada vez más espacio, así que se adquirieron las casas hacia el este, en la calle que llevaba hasta el Monasterio de la Encarnación fundado en tiempo de Felipe III, y allí estuvo la llamada Casa del Tesoro, alojamiento para los artistas de la corte, entre otros, Velázquez.

Un pasadizo de amplias estancias, adornado de pinturas y que acabó albergando la Biblioteca Real a comienzos del siglo XVIII, cuando Felipe V la hizo pública, unía al alcázar con La Encarnación. Otro pasadizo le unía al juego de Pelota, otro se pretendió que le uniera con la Casa de Campo, y otro se pensó para unirle con la catedral que se propuso construir a comienzos del siglo XVII en el lugar de la iglesia de Santa María; pasadizos efímeros unían el Alcázar con la iglesia de San Gil en los bautismos reales...

El rey y su corte se desplazaban por ellos ocultos al pueblo, y con ellos los tentáculos del Alcázar abrazaron todo su entorno y de una manera muy especial, la plaza ante su fachada.

La fachada que heredó el siglo XVII era un desastre desde el punto de vista de los principios de simetría y proporción que regían la arquitectura áulica del Renacimiento. Francisco de Mora, el sucesor de Juan de Herrera, había intentado regularizarla proyectando una torre igual a la Torre Dorada II en el otro extremo, pero será su sobrino, Juan Gómez de Mora, responsable de algunos de los edificios más emblemáticos y determinantes de la arquitectura del Madrid de los Austrias, quien finalmente configure la imagen definitiva del Alcázar hacia la plaza.

En la nueva fachada, un primer piso sirve de basamento para los dos principales, en los que la sucesión de huecos con frontones entre pilastras crea un ritmo uniforme que ayuda a enfatizar el gran cuerpo central con la portada. Esa portada central se pensó en principio flanqueada por dos grandes torres nuevas en el proyecto de Gómez de Mora.

Es una fachada que actúa como pantalla de lo que fue el Alcázar del XVI: la portada antigua estuvo retranqueada entre dos torres, y ahora, al avanzar buscando la regularidad, permite crear en el espacio interior que se genera el famoso Salón de los Espejos o Salón Nuevo.

La uniformidad buscada en la nueva fachada obligó lógicamente a derribar las dos torres medievales, pero sólo hacia el exterior, pues la Pieza Ochavada, cuya traza se ha atribuido a Velázquez, estuvo en el interior de una de las torres.

La reforma de Gómez de Mora permitió magnificar los espacios ceremoniales del alcázar que se ubicaban tras la fachada principal. Detrás del Salón de los Espejos estaba el Salón de Comedias, o Salón Dorado, que ya existía en el siglo XVI, aunque con otro nombre.

En el Salón de los Espejos el rey recibía a cortesanos y visitantes ilustres, y en el de Comedias se bailaba (Felipe IV fue un gran bailarín) además de representarse en él obras de teatro.

Fue tan determinante del cambio de imagen del Alcázar la fachada de Gómez de Mora, que no sólo se hizo de ella una maqueta, que se conserva en el Museo Municipal de Madrid, sino que el rey Felipe IV tenía en su biblioteca, con sus libros, pinturas y otros objetos preciosos, un modelo coloreado hecho de cera y cartón de esta fachada, flanqueada por las dos torres, y con la plaza ante ella llena de figuras a pie y en coche.

Lo destaco porque refleja una de las características de la historia de este Alcázar, que es la integración de la fachada con la plaza, que aparece desde las primeras intervenciones en el siglo XVI. Una de las primeras reformas fue crear esa plaza, derribando la iglesia de San Gil, que estaba delante del Alcázar para trasladarla a uno de los lados.

En el lado de la plaza opuesto a la fachada se hicieron las caballerizas reales, y sobre ellas la gran sala de La Armería, en tiempo de Felipe II. Este edificio de las caballerizas demuestra cómo desde el principio se quiso una plaza bien delimitada delante del Palacio, pues hubo que derribar casas e indemnizar a los propietarios de los terrenos para poder construirlas.

El Alcázar se volcaba hacia una plaza que era suya. Lo hizo con la galería que se construyó en tiempo de Felipe II entre la Torre Dorada y la del Homenaje, que permitía a la corte asistir a las fiestas que se celebraban en ella tal como vemos en el grabado de L'Hermite.

El grabado que representa la llegada del Príncipe de Gales al Alcázar muestra esta fachada en construcción desde la lejanía que permite la plaza y, ya en el siglo XVII, dos galerías laterales cerraban ese espacio cortesano. La que regularizaba la plaza sobre la cortada del Manzanares se había proyectado ya en el siglo XVI, pero dejando fuera del marco urbano el extremo de la fachada, donde se hizo el jardín al que daban las "Bóvedas del Tiziano".

A finales del siglo siguiente las dos galerías laterales, adornadas con bustos de emperadores romanos, abrazaron todo e1 frente de la fachada y la plaza se cerró con un arco entre las caballerizas y las casas al otro lado de la entrada sur a la plaza.

Los deseos de magnificar este espacio áulico llevaron a colocar durante un tiempo la famosa estatua ecuestre de Felipe IV rematando la fachada del Palacio.

La llegada de los Borbones supuso la introducción del gusto francés, por ejemplo en la disposición en hilera de los salones, o en las chinerías y otras decoraciones a la moda europea.

Felipe V e Isabel de Farnesio visitaron el Alcázar el 13 de diciembre de 1734 para ver la marcha de la nueva decoración, y pocos días después todo desaparecía. En su lugar se construyó el Palacio Real que, con un lenguaje arquitectónico completamente distinto, modificó la imagen internacional de la Monarquía Hispana.